Un océano de
rostros
La cita la
escuché hace tanto que no recuerdo ni a quién se la escuché ni a quién
se le atribuye: somos como barcos que se cruzan en la niebla; percibimos
las sombras de los demás, que se alejan por un rumbo divergente al
nuestro sin que podamos hacer nada para remediarlo. A veces la bruma se
disipa, por un capricho meteorológico o por un aspaviento, y avistamos
un rostro a la deriva en ese océano de rostros. Ante la incapacidad de
nombrar, sólo nos queda lo físico: a través de los rasgos que se nos
ofrecen vislumbramos más allá de la superficie, o eso tratamos, o eso
imaginamos. No leemos caras, leemos biografías, o eso creemos, porque
suelen ser más impostadas que verdaderas. Buscamos, adivinamos, un golpe
de suerte en el brillo de una mirada, los rastros de una maternidad,
reparamos en los surcos por donde han arado la enfermedad y la
decepción. Entrevemos una esperanza, anhelos, deseos cumplidos y otros
futuros. Todo eso y más creemos distinguir cuando se ha levantado la
niebla o en el momento en que esos rostros se acompasan en su océano y
alguno se nos muestra en primer plano, nos interpela y quizá pasemos de
largo ante su inmovilidad. O acaso nos detengamos unos minutos, porque
en ese rostro hemos percibido algo, un destello, una titilación, en el
que hemos reconocido la complicidad, el asombro, el recuerdo de algo que
creíamos olvidado. Y, al fin, un rostro se singulariza, emerge del
océano y abandona el cuadro del anonimato, nos toma de la mano y nos
guía por las sombras de los caminos por explorar. A eso le llamamos
amor.