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UN OCEANO DE ROSTROS

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por JESUS FRAGA

   
 

           

Un océano de rostros

 

        La cita la escuché hace tanto que no recuerdo ni a quién se la escuché ni a quién se le atribuye: somos como barcos que se cruzan en la niebla; percibimos las sombras de los demás, que se alejan por un rumbo divergente al nuestro sin que podamos hacer nada para remediarlo. A veces la bruma se disipa, por un capricho meteorológico o por un aspaviento, y avistamos un rostro a la deriva en ese océano de rostros. Ante la incapacidad de nombrar, sólo nos queda lo físico: a través de los rasgos que se nos ofrecen vislumbramos más allá de la superficie, o eso tratamos, o eso imaginamos. No leemos caras, leemos biografías, o eso creemos, porque suelen ser más impostadas que verdaderas. Buscamos, adivinamos, un golpe de suerte en el brillo de una mirada, los rastros de una maternidad, reparamos en los surcos por donde han arado la enfermedad y la decepción. Entrevemos una esperanza, anhelos, deseos cumplidos y otros futuros. Todo eso y más creemos distinguir cuando se ha levantado la niebla o en el momento en que esos rostros se acompasan en su océano y alguno se nos muestra en primer plano, nos interpela y quizá pasemos de largo ante su inmovilidad. O acaso nos detengamos unos minutos, porque en ese rostro hemos percibido algo, un destello, una titilación, en el que hemos reconocido la complicidad, el asombro, el recuerdo de algo que creíamos olvidado. Y, al fin, un rostro se singulariza, emerge del océano y abandona el cuadro del anonimato, nos toma de la mano y nos guía por las sombras de los caminos por explorar. A eso le llamamos amor.