COSTUMBRE
Oigo lentas las campanas desde el pueblo como arrastradas por las olas.
Me había quedado dormido y el sueño pesa como aire caliente.
Por la ventana entra intermitente el haz de luz del faro.
Es la confirmación, como cada día, de que los cielos se han cerrado y debo moverme.
La bahía es una laja de pizarra lamida por ese aliento amarillo que sin embargo no alcanza a la isla que lo vigila todo que rompe el horizonte que se afila contra la negrura, torre, barbacana, signo.
Ya es oscuro pero no busco el interruptor.
Sobre la mesa reluce la blancura de los platos, el agua espera y el vino envejece.
Por la galería creo advertir pasos.
Así que espero.
Entonces los días eran eternos.
El sol corría detrás de nosotros cuando bajábamos a trompicones por las escaleras.
El viaje era la impaciencia, nos devoraba un repentino llanto, la urgencia de cada canción y cada palabra.
Alimentábamos los incendios y nos regocijamos en las tormentas azules, a cobijo tras un disco de vinilo, un círculo perfecto y la promesa de un estribillo de ira triste, azúcar en los labios, licores y especias.
¿Recuerdas?
Entonces era fácil.
En el piso de arriba nos guarecieron mientras fue necesario.
Las llamadas se sucedían pero no había que molestarse: era otro el idioma y apenas había tiempo para la pereza.
Parecían horas los minutos con los que salvábamos el puente, y luego las bicicletas, que renqueaban bajo tanta alegría.
Una sábana era suficiente, una bufanda imprescindible y las estrellas cabían todas en un mismo paño.
¿Recuerdas?
Si los cafés abrían toda la noche y la música era constante, los parques no tenían fronteras y en los aviones crecía la esperanza, para qué preocuparse por las respuestas, por qué un disfraz, en dónde esconderse.
No es tarde pero la casa ya está somnolienta.
Fuera, las estatuas se han detenido: buscan el engaño, hacerme creer de nuevo en los mapas, ¿qué pretenden ganar con esto? ¿Acaso no ven que la galería sigue cerrada, que un miedo sereno dicta cada atardecer?
La hierba agrieta la cancha de tenis y las bicicletas amarillean en el patio.
El zorro ya no hace visitas: ha perdido sus guantes, se los llevó el viento entre las hojas caídas del castaño.
Sopla, sopla, aleja las flores carmesíes y trae el vacío de los espejos, rectángulos de soledad, quiero dejar de gemir pero noto como se extiende el árbol en mi interior.
Quitad todos los cuadros de sus marcos y arrinconarlos bajo las tejas.
Borrad toda palabra de los libros porque han perdido su sentido.
He olvidado los pasos del ritual, las invocaciones, las letanías, los salmos, los himnos, las antífonas y los aleluyas.
Sólo queda tiempo para la pereza, que me invade como un veneno antiguo.
Cada día a solas, encerrado con un recuerdo estéril, cumpliendo con una costumbre inútil.
Una condena implacable, perpetua.
Jesus Fraga