ABRIL / April

Pedro J. Miguel Tomás

ELIGE / Chooses

'La Verdad de sí Mismo'

 
    1969, Madrid.

    Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Alcalá de Henares. Profesor de Lengua y Literatura desde 1993. Ha dirigido revistas literarias como Pliegos de la Ínsula BARATARIA. Desde 1996 vive en Almería, donde ejerce en las aulas de los institutos de secundaria; y edita, junto a Ana Santos, la revista de arte y creación literaria SALAMANDRIA.

    

    CÓMO CORONA UN PEÓN

(Sobre La Verdad de sí Mismo, una litografía de Roberto González)

 

Hace mucho tiempo, cuando aún jugaba al ajedrez con mi padre, éste me contó  una anécdota sobre el gran Bobby Fisher. Sé que está relatada en varios libros y que es bastante conocida por todos aquellos que practican con cierto vicio el arte-juego-ciencia, pero creo que mi imaginación y el tiempo la han transformado un poco. Todo ocurrió durante unas partidas simultáneas. Fisher jugaba contra más de cincuenta rivales. En algunos tableros cedía las piezas blancas, en otros dejaba jugar a más de una persona en colaboración, en fin, todo facilidades, pero pronto los cincuenta (y pico) empezaron a verse en dificultades. En concreto, en una de las mesas donde jugaban con piezas negras dos amigos, la dama estaba definitivamente acorralada, no había salvación alguna y ellos lo sabían, la perderían y serían los primeros derrotados, algo bastante humillante en una simultánea.

El campeón del mundo ni se lo pensó al pasar por allí, tomó la reina y se fue hacia el siguiente tablero, ellos miraron hacia los lados y decidieron continuar a pesar de todo, pero ¿sin reina? Desde luego que no. Pensaron que como aún jugaba todo el mundo, seguramente Fisher no notaría la pequeña trampa de volver a introducir la jerarca en el tablero. Así lo hicieron. Esperaron nerviosos a que Fisher regresara a su puesto, y qué grande fue la sorpresa de ambos cuando el gran maestro, impasible, jugó como si nada y siguió hasta la mesa próxima. ¡No se había dado cuenta! ¡El campeón del mundo no se enteraba de que le hacían trampas! Risueños y satisfechos ante su triquiñuela continuaron la partida, mientras veían cómo iban desfilando los primeros abandonos, –qué bien, ellos seguían allí. Al cabo de pocos movimientos se fijaron en que irremediablemente su reina era acorralada de nuevo por el juego implacable de Fisher, otro vez perderían la pieza más fuerte, qué casualidad. Por si acaso, cuando el campeón tomó la dama por segunda vez, se la guardó en un bolsillo de su gabardina, y como si nada, prosiguió su camino.

Roberto González tiene un dama escondida bajo la mesa. Por la posición del tablero, su rival acaba de coronar un peón, pero la dama en la cual ha de metamorfosearse está a buen recaudo. ¿O no? La palma está abierta y él parece decir espera, ahora te la doy. O quizá, sabía que llegarías hasta mí porque eres mi verdad. Y es que la verdad podría ser una reina, pero la partida llena de errores la ganan o la pierden los peones. El peón es el alma del juego, decía Philidor. ¿Qué somos, peones o reinas? Puede que ambos: al alma aludida por Philidor se le concedió naturaleza proteica.

Roberto González adopta un punto de vista picado, parece el punto de vista del típico mirón, de esas personas que se ponen a ver cómo va la partida y que se permiten comentarios desafortunados sobre la misma, intentando mover desde fuera el ánimo de los jugadores. Roberto González artista-espía muestra en picado, desde fuera,  a Roberto González ajedrecista, que a su vez pisa un suelo ajedrezado, pero (versionando a Borges) ¿qué dios detrás de dios mueve la pieza?[1]

  Estructura infinita de cajas chinas o muñecas rusas..., la verdad de sí mismo no existe, ya que depende de la verdad de nosotros mismos, de vosotros mismos, de ellos mismos, ¿de los dioses mismos? ¿Qué guarda la última muñeca, la más pequeña? Una chupa de cuero raída, unos tejanos, una pluma (símbolo antiguo de la coronación), una vena marcada en el cuello (vestigio carnal de la batalla entre las dos partes de uno mismo), una partida perdida. Podemos obviar la verdad mediante la trampa, podemos esconderla bajo la mesa, pero la vida, igual que el ajedrez, se fundamenta en el error. Ése es el secreto de cómo corona un peón.



[1] [...]

También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?

J.L. Borges, “Ajedrez”, en El Hacedor.

 

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